ANÁLISIS / La última frontera

¿Por qué EE UU no ha buscado algo más que un ten con ten armado hasta los dientes con Pyongyang, mientras jubilaba la Guerra Fría en otras partes del mundo?

M. A. Bastenier
El País
Se ha dicho que la reanudación de relaciones entre Cuba y EE UU ponía fin al último rescoldo de la Guerra Fría. Pero no era así, la última frontera es Corea del Norte, sin tratado de paz ni cierre de las costuras estratégicas desde la terminación del conflicto en 1953. Y para avisar al presidente Trump de que aún queda un importante fleco en Asia por recoger, Pyongyang disparaba la semana pasada un misil de alcance todavía comedido, que se estrellaba en el mar del Japón. No es un ICBM, que podría alcanzar objetivos en EE UU y activar todas las alarmas, pero Corea del Norte asegura que tiene ya esa capacidad en la punta de los dedos.


El país recluso, más que amenazar, lo que hace, sin embargo, es advertir. No se repetirá, afirma la brutal dictadura de Kim Yong-un, el caso de Irak o Libia, que Occidente quiso recuperar a bombazos para su estrategia global: Corea del Norte asegura que puede montar ojivas nucleares en sus mecanismos voladores provocando si es atacada una conflagración de tal magnitud que el mundo se vea obligado a rechazar.

¿Por qué EE UU no ha buscado algo más que un ten con ten armado hasta los dientes con Pyongyang, mientras jubilaba la Guerra Fría en otras partes del mundo?

La respuesta es China. En junio de 1950 las tropas del norte invadieron Corea del Sur, tanteando las nuevas fronteras aun calientes de la II Guerra, con permiso o no de Moscú, pero con el consentimiento de Pekín. Mao podía querer saber de qué papel era el tigre militar norteamericano. Y esa fue la primera guerra exterior que no ganaba EE UU, aunque como se pudo repeler la inicial ofensiva norcoreana cabía argumentar que tampoco fuera una derrota, pero justamente la intervención china restablecía al precio de un derroche de vidas propias lo que hoy aún es la última frontera: el paralelo 38.

En 1974 Pyongyang mandaba recado a Washington de que buscaba un acomodo diplomático más definitivo, pero la madalena no estaba para esos tafetanes con la dimisión de Nixon en agosto de ese año, y en curso, vía Kisssinger, un auspicioso acercamiento a China, sin cuya aquiescencia no convenía tratar directamente con el régimen 'apestado'. En 1979 con el reconocimiento norteamericano, bajo la presidencia Carter, de China, Corea del Norte quedaba reducida a un irritante incluso para Pekín, que ni mucho menos tiene hoy fíat absoluto sobre Pyongyang, pero a quien no puede parecer mal que esté ahí molestando a EE UU.

El país de los sucesivos Kim, que sobrellevaba con aparente indiferencia las prolongadas sanciones de la ONU, porque su atraso autoinfligido era ya todo un plan de sanciones, concluía que solo la energía atómica garantizaba su preservación. Y así llegamos a Trump y los misiles. Pero no hay razón para suponer que Corea del Norte aspire a convertirse en el quinto jinete del Apocalipsis, como se presenta en Occidente. Una última frontera que permanecerá, y, más aún, cuando Pekín y Washington forcejeen inquietos por unos islotes en el Sur del mar de la China.

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